24.1.12

Una perra


Dos perros, macho y hembra, comienzan a pelear. No es claro quién comienza, hay más perros alrededor, pero estos dos son los que se ensañan con furia, se muestran los dientes largando saliva entre gruñido y ladrido, saltan en las patas delanteras hasta que se muerden arrancándose trozos de piel y pelo. Están así durante al menos media hora hasta que el macho ya empieza a recular malherido y se agazapa en una esquina. Se lame las heridas aún tembloroso por los nervios, recostado en el suelo de tierra.
Es entonces cuando la perra empieza a rodearlo con su celo ardiente, se acerca, él se pone de pie y comienza a mover la cola erguido, tirando las orejas hacia atrás, oliéndole la cola a ella. Las heridas que supuran no parecen importarle ya. Olvidada del odio inmediatamente anterior a la escena, comienza la hembra a dar tumbos, alternando su cara con la cola, de manera que él la huela. El perro enloquece aún más.

Finalmente la monta, no sin que la perra gruña un poco al subirse él en el lomo y forzar el cuello hacia atrás como intentando morderlo. En el momento en que empiezan a copular, los dos parecen estar concentrados, pero en otra cosa. Es como si cada uno estuviera pensando en lo que tienen que hacer mañana, mirando ella de estar quieta y él de balancearse correctamente mientras mira hacia el costado. La unión es meramente corporal y sus mentes parecen estar en otro sitio.
El acto no dura más de cinco minutos, hasta que el macho para e intenta salirse. La hembra llora con auténtico dolor, se le ve en los ojos que el placer ya se ha disipado. Sí, esa que hace una hora parecía una asesina, que le hizo ver las estrellas al pobre macho impaciente; ahora no es más que una víctima de sí misma, sufriendo dolorida. El macho no consigue salir, por lo que en una maniobra inexplicable, da una media vuelta y aún enganchado, queda mirando con la cara hacia el lado opuesto del de ella. Los dos, culo a culo, van arañando el suelo en una sinchada agónica de órganos reproductores que no se quieren separar aún.

El interés de uno por el otro ya es nulo, seguramente si se encontraran por la calle de aquí a unos días, se repetirá el procedimiento sin más, sin apenas recordar que ha pasado antes.

Dos meses después, nacen once cachorros, uno tras otro, en intervalos de media hora. La primera, una hembrita, ha estado a punto de morir por la inexperiencia de la madre que al parirla no sabe qué hacer. Como si un rayo cósmico la golpeara, se pone manos a la obra y se come la placenta, le lame bien la pancita hasta que arranca el cordón umbilical. La cachorra aún no es ni siquiera un cachorro, más bien es un embrión porque ni siquiera abre los ojos y se va arrastrando hasta el vientre de su madre, instintivamente, se abriga en el calor del vientre que se estremece y se prepara para traer al mundo a diez cachorros más en las próximas cinco horas.
Entre los aullidos, se oye el ronco de la primeriza. Están los once en la caseta del fondo de una chacra de San Luis. La perra no ha sabido dónde meterse y ha elegido este lugar resguardado. El dueño de la chacra, por ende, dueño fortuito de los once y la parturienta, se enternece y les deja estar allí. Coge para él a la más brava de los once, la primeriza, aunque él no lo sabe. La llama Nana y la rescata entre las miradas de sus hermanitos, el recelo de su madre, que se impide darle un bocado. De alguna manera sabe que a este hombre no ha de morderle la mano.

Han pasado 45 días ya. El hombre empieza a ver que la casa está degradándose mucho, ya huele mal de tanta cría suelta, tanta caca. Decide que la semana que viene echará a la perra.
Al acercarse al cobertizo la semana siguiente, se da cuenta de que la perra ya se ha ido. Le habían contado en el pueblo que cuando las hembras tienen muchos cachorros, suelen lastimársele mucho las tetillas una vez que la cría tiene dientes, por lo que suelen abandonarlos.
El hombre al no saber qué hacer con tanto perro, los monta a todos en la camioneta y se los lleva a la plaza de Villegas a regalarlos. Con la de robos que hay hoy en día, no ha tardado mucho en hacerlo, se ve que son fieritos los perros y los regala en menos que canta un gallo. Si hasta le quieren quitar a la Nana, pero él les dice que no, que ésta se la queda él para su chacra.

19.1.12

Princesa 56

Descripción I El edificio construído en el siglo 19, se erige lúgubre y sombrío, ennegrecido por el fuego que ha azotado la zona. Algunas molduras de la fachada han caído, dejando al aire sus lastimados ladrillos. Las persianas que antaño eran de color madera, ahora son de ceniza e intentan sin éxito permanecer cerradas. Es como si intentasen bloquear el poco sol que llega en el frío del mediodía a los cansados salones. El gran portal tiene algunos vidrios rotos, por lo que se han puesto maderas finas en su lugar y así luchar contra el aire helado que se cuela por las mañanas. Ya no conseva el edificio de la calle Princesa el aire señorial que una vez tuvo, cuando sólo la familia Graus vivía aquí y el Rey Alfonso XIII venía a tomar el té con ellos. Ahora seis familias se reparten lo que ha quedado y malviven en el edificio, utilizando los bellos muebles modernistas como leña ante la desesperación que provoca el frío. El frío, cuan fantasma omnipresente, va acechando a los inquilinos desde las ventanas, a través de las puertas, en los patios, en las persianas heridas, en los baños de agua helada, cuando hay la suerte de tenerla; ese vil espectro parece ser ahora el dueño de la finca, impartiendo un castigo a todo aquel que la habita. La larga escalera de mármol se ha consevado intacta aunque ya no reluce la blanca suavidad de la piedra, sino que ésta está gris de tristeza. El pilar pesado en donde se posaba un día la estatua de bronce de una mujer de leves velos, ahora parece un árbol seco al cual le han cortado las ramas.  Subiendo la escalera, los peldaños van dejando de ser de mármol y a partir del entresuelo, ya son de madera y suelo hidráulico. Algunos peldaños han sucumbido a la necesidad, siendo alimento de la hoguera también sus partes de madera. La hoguera se hace a diario en el piso del principal, ya que su dueño lo ha abandonado para salvar el pellejo, por lo que nadie cree que vuelva. Un suave lamento se escucha por las noches. Se apodera de los rellanos desiertos y se va colando por las rendijas de las puertas. Dentro de los pisos, la gente se estremece al oírlo pero están acostumbrados. Se aproximan unos a otros, durmiendo todos en la misma estancia. Logran conciliar el sueño a la espera de la mañana, que llega y agradecen poder ver un poco de luz a traves de las persianas. Quizás haya esperanza para un nuevo día, quizás exista el futuro. Descripción II Al llegar a la calle Princesa, justo antes de cruzar al Parque, se encuentra la hermosa finca modernista que fue construída junto con las lindantes a ella, durante la exposición Universal de 1889. Ésta, si bien, es especial porque fue estrenada por la ilustre familia Graus una vez estuvo acabada. Espectaculares bailes se festejaban en sus salones, en donde a veces se dejaba ver a la mismísima familia real. Los balcones están llenos de macetas con flores, las persianas abiertas de par en par, dejan ver desde la calle, las molduras de los techos que en algunos pisos aún conservan la pintura original de tonos pasteles y flores alegres. Si se mira dentro del Principal, se puede ver una majestuosa araña de cristal corona el centro de la sala. El portal amplio, solemnemente recibe la luz y se llena de ella en este mediodía. Una vez dentro, se ven los suelos adornados, la caseta del conserje camuflada de vitrales y más a la derecha, la espléndida escalera de mármol. El pilar que la remata, está adornado por una graciosa escultura de bronce representando un hada vestida con velos suaves en posición de danza. A medida que se sube por las escaleras, el dulce aroma de las cocinas viene en nuestro encuentro, mezclándose con el suave azahar de antaño. Los peldaños son ahora de madera y suelos hidráulicos, adornados con patrones distintos en cada rellano. Vale la pena remontar la escalera hasta el sexto, sólo para contemplar hacia abajo el caprichoso diseño y el contraste de cada piso con el siguiente. Al subir a la terraza, se pueden ver las cúpulas de las iglesias del barrio de la Ribera, bañadas de sol. También el parque, con su Museo de Ciencias Naturales y hacia donde acaba la vista, el Tibidabo con su cristo redentor abrazando el área metropolitana. En la misma línea, la cúpula de la catedral tiene una figura de un Cristo también, que pareciera levantar la mano hacia su doble de la montaña. En el piso Principal, vive un descendiente de la familia Graus, quien conserva intactas las joyas modernistas que ha heredado. Un banco de madera adornado con pinturas de limones nos recibe calurosamentez y justo enfrente de él, hay un patio pequeño con una fuente, rodeado de vitrales. Hacia el final del pasillo, está la habitación con cama de dossel, adornada con paños burdeos románticos y encajes blancos, que nos transporta al pasado grandioso. El balcón recibe la luz, mientras mira hacia las cúpulas del mercado del Born.