Dos perros, macho y hembra, comienzan a
pelear. No es claro quién comienza, hay más perros alrededor, pero
estos dos son los que se ensañan con furia, se muestran los dientes
largando saliva entre gruñido y ladrido, saltan en las patas
delanteras hasta que se muerden arrancándose trozos de piel y pelo.
Están así durante al menos media hora hasta que el macho ya empieza
a recular malherido y se agazapa en una esquina. Se lame las heridas
aún tembloroso por los nervios, recostado en el suelo de tierra.
Es entonces cuando la perra empieza a rodearlo con su celo ardiente, se acerca, él se pone de pie y comienza a mover la cola erguido, tirando las orejas hacia atrás, oliéndole la cola a ella. Las heridas que supuran no parecen importarle ya. Olvidada del odio inmediatamente anterior a la escena, comienza la hembra a dar tumbos, alternando su cara con la cola, de manera que él la huela. El perro enloquece aún más.
Es entonces cuando la perra empieza a rodearlo con su celo ardiente, se acerca, él se pone de pie y comienza a mover la cola erguido, tirando las orejas hacia atrás, oliéndole la cola a ella. Las heridas que supuran no parecen importarle ya. Olvidada del odio inmediatamente anterior a la escena, comienza la hembra a dar tumbos, alternando su cara con la cola, de manera que él la huela. El perro enloquece aún más.
Finalmente la monta, no sin que la
perra gruña un poco al subirse él en el lomo y forzar el cuello
hacia atrás como intentando morderlo. En el momento en que empiezan
a copular, los dos parecen estar concentrados, pero en otra cosa. Es
como si cada uno estuviera pensando en lo que tienen que hacer
mañana, mirando ella de estar quieta y él de balancearse
correctamente mientras mira hacia el costado. La unión es meramente
corporal y sus mentes parecen estar en otro sitio.
El acto no dura más de cinco minutos,
hasta que el macho para e intenta salirse. La hembra llora con
auténtico dolor, se le ve en los ojos que el placer ya se ha
disipado. Sí, esa que hace una hora parecía una
asesina, que le hizo ver las estrellas al pobre macho impaciente;
ahora no es más que una víctima de sí misma, sufriendo dolorida.
El macho no consigue salir, por lo que en una maniobra inexplicable,
da una media vuelta y aún enganchado, queda mirando con la cara
hacia el lado opuesto del de ella. Los dos, culo a culo, van arañando
el suelo en una sinchada agónica de órganos reproductores que no se
quieren separar aún.
El interés de uno por el otro ya es
nulo, seguramente si se encontraran por la calle de aquí a unos
días, se repetirá el procedimiento sin más, sin apenas recordar
que ha pasado antes.
Dos meses después, nacen once
cachorros, uno tras otro, en intervalos de media hora. La primera,
una hembrita, ha estado a punto de morir por la inexperiencia de la
madre que al parirla no sabe qué hacer. Como si un rayo cósmico la
golpeara, se pone manos a la obra y se come la placenta, le lame bien
la pancita hasta que arranca el cordón umbilical. La cachorra aún
no es ni siquiera un cachorro, más bien es un embrión porque ni
siquiera abre los ojos y se va arrastrando hasta el vientre de su
madre, instintivamente, se abriga en el calor del vientre que se
estremece y se prepara para traer al mundo a diez cachorros más en
las próximas cinco horas.
Entre los aullidos, se oye el ronco de
la primeriza. Están los once en la caseta del fondo de una chacra de
San Luis. La perra no ha sabido dónde meterse y ha elegido este
lugar resguardado. El dueño de la chacra, por ende, dueño fortuito
de los once y la parturienta, se enternece y les deja estar allí.
Coge para él a la más brava de los once, la primeriza, aunque él
no lo sabe. La llama Nana y la rescata entre las miradas de sus
hermanitos, el recelo de su madre, que se impide darle un bocado. De
alguna manera sabe que a este hombre no ha de morderle la mano.
Han pasado 45 días ya. El hombre
empieza a ver que la casa está degradándose mucho, ya huele mal de
tanta cría suelta, tanta caca. Decide que la semana que viene echará
a la perra.
Al acercarse al cobertizo la semana
siguiente, se da cuenta de que la perra ya se ha ido. Le habían
contado en el pueblo que cuando las hembras tienen muchos cachorros,
suelen lastimársele mucho las tetillas una vez que la cría tiene
dientes, por lo que suelen abandonarlos.
El hombre al no saber qué hacer con
tanto perro, los monta a todos en la camioneta y se los lleva a la
plaza de Villegas a regalarlos. Con la de robos que hay hoy en día,
no ha tardado mucho en hacerlo, se ve que son fieritos los perros y
los regala en menos que canta un gallo. Si hasta le quieren quitar a
la Nana, pero él les dice que no, que ésta se la queda él para su chacra.
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